¿Cuantos esperaron este momento y no se atrevieron?

Puede ponérsele fecha: el 25 de Diciembre de 1991. La bandera roja que simbolizó la Rusia de la Revolución de 1918, conocida en todo el mundo por sus poderosos símbolos de la Hoz y el Martillo sobre fondo rojo, fue arriada de su asta sobre el Kremlin. En su lugar se izaba la enseña tricolor amarillo pálido, azul y rojo.

El acto recordaba la escena, tantas veces repetida: ha muerto el rey, viva el rey.

Pero esta vez era un rey muy distinto a su precedente.

 

Terminaba así la era comunista rusa. El marxismo-leninismo-stalinismo pasaba a ser historia

Se ha derramado tinta hasta el cansancio para examinar y analizar las causas que llevaron a esta escena de cambio de bandera y su significado. Aún no es suficiente porque con el fallecimiento de la Rusia soviética no puede afirmarse que el comunismo como fuerza alternativa política haya muerto. El movimiento sigue latente en muchos países en forma oficializada a través de sus partidos comunistas y otros con nombres eufemísticos que esconden su verdadero contenido ideológico. Aún otras naciones tienen gobiernos con perfiles filocomunistas, y quedan todavía Cuba, Corea del Norte, Viet Nam, Laos (China viene siendo ya un caso de comunismo ersatz, bastante peculiar), como últimos exponentes de sociedades estatizadas que siguen el derrotero estanilista más o menos estrechamente.

La caída de Moscú como centro de radiación ideológica del Marxismo-Leninismo, si bien les ha caído como una bomba, que era de las de tiempo, no ha aniquilado de ninguna manera sus deseos de revivirlo en versiones más o menos revisadas.

Gorbachov en 1991 entre quienes le traicionarían pocos meses después

Pero el estrépito con que la Unión Soviética se disolvió y la rapidez con que se dieron los acontecimientos (algunos lo cifran en tres años, otros en tres meses) debería llevarnos a pensar que el comunismo, después de todo, no puede ser la solución para las sociedades del próximo futuro.

Hubo algo en sus raíces, en su propia naturaleza que fracasó. En los numerosos análisis que se han hecho no ha faltado quien atribuya esta derrota histórica a la pérfida intervención del capitalismo en su permanente expansión de sus mercados que orquestó desde el interior de Rusia, y la humillación del Ejército Soviético en Afganistán la carcoma que devoraría el régimen soviético. Y que el gran responsable debe ser Ronald Reagan y sus aliados. Como si la guerra fría que comenzó con el sitio de Berlín de 1946-48 hubiera acabado ese 25 de diciembre de 1991.

Es probable que esto sea nada más que una visión superficial y triunfalista que atribuye al rampante éxito del capitalismo de occidente su aplastante victoria sobre la otra (que no segunda) superpotencia mundial.

Había también problemas desde dentro del propio comunismo que acabaron por hacerlo inoperante ante los desafíos de la escena mundial, como dentro de los mismos países que vivieron, cohesionados a la fuerza, en la órbita de Moscú y que no tardaron en declarar su independencia de la férula rusa.

De nuevo nos vemos con un diluvio de análisis políticos e históricos que tratan de explicarlo, pero la mayoría lo hacen desde la perspectiva del estudioso que, sumergido en libros y legajos en su despacho, su torre de Montaigne, emerge con una nueva teoría, un nuevo descubrimiento de hechos clasificados, una nueva verdad entre la montaña de falsedades que construyeron Stalin, Krutschev, y Brezhnev en sus largos reinados de poder absoluto, para ocultar sus fracasos y la sobredosis de sacrificio y muerte que tuvo que soportar el pueblo ruso y el de los países sometidos a su esfera para que aquel sistema se mantuviera en el poder. Precio demasiado elevado en vidas rotas y desaparecidas para que pueda pasar el examen de la historia.

No hace falta ser de la derecha para llegar a estas tristes visiones, sino observar hechos ampliamente conocidos del holocausto interno que provocaron 60 años de comunismo ruso para entenderlo. Duras evidencias que los intelectuales que aún se consideran parte de este oxidado tren de la historia del siglo XX se empeñan en negar, como lo hicieron en los tiempos en que se construía la cortina de hierro en general y su más dramática y patente expresión en los muros paralelos entre el Berlín Oriental y el Occidental, cuando afirmaban con seguridad bíblica que aquellas paredes fortificadas y alambradas habían sido hechas para impedir que el proletariado y las masas obreras del occidente capitalista invadieran las felices repúblicas democráticas del este de Europa para unirse a las dichosas sociedades del paraíso comunista. Hoy nos parece un argumento ridículo e insostenible, pero hace 30 años tuve encuentros con personas que podría catalogar de inteligentes que sostenían este punto de vista como si fuera una verdad esculpida en duro granito.

Tampoco es necesario ser un fascista para oponerse a tales falsificaciones de la historia. De ninguna manera. Muchos somos los de una izquierda moderada los que sentimos pena por la desaparición de uno de los polos de mayor envergadura en la historia que, aunque no coincidiéramos con su ideología de base, se opusiera a la doctrina monopolar de un capitalismo libre de ataduras, apenas regulado por difusas fuerzas de mercado que intenta dominar al mundo desde sus bases financieras al crearse el vacío que dejó aquel 25 de diciembre de 1991.

La nueva bandera tricolor rusa y el apoyo del ejército tras el intento de golpe de estado que habría devuelto a la fase comunista al estado ruso

Sin embargo, son los testigos oculares, los que estuvieron presentes en el momento en que la Unión Soviética invadió y se apropió de los paises del Este entre 1944 y 1950 hasta la independencia admitida por Boris Yeltsin en 1992 a quienes deberíamos escuchar hoy con cuidado para entender por qué falló el comunismo soviético, qué hubo en sus maneras de creer y actuar que falló, que provocó la destrucción de millones de vidas de rusos, polacos, húngaros, búlgaros, ucranianos y todos aquellos pueblos que el imperio soviético devoró en sus años de apogeo.

Uno de esos testigos se llama Sándor Márai (1900, Kassa, Hungría – 1989, San Diego, California, pocos meses antes de la caída del muro de Berlín). Escritor destacado de exquisito trazo literario y agudeza de percepción, publicó seis novelas, ahora muy leídas aunque prohibidas en su país mientras duró la dictadura comunista. Se suma a esta narrativa un relato autobiográfico de la época en que Hungría vivió sus últimos momentos de dominio nazi y la transición hacia la invasión del ejército rojo ruso y la instauración del comunismo stanilista después de la “liberación” de 1945. Márai estuvo en Budapest y fue testigo presencial de los hechos ocurridos allí. Habló con numerosas personas y de ellas extrae su revelador testimonio.

Este libro se titula ¡Tierra, Tierra! (Salamandra,2006) Es lectura reveladora y sin desperdicio para las nuevas generaciones de intelectuales que examinan las posibilidades del comunismo, así como para aquellos que buscan alternativas más humanas, más avenidas con el ser humano individual e irrepetible que llevamos dentro cada uno de nosotros y que rechazan la Idea de nido de hormigas que impuso el Kremlin sobre sus ciudadanos a partir de 1920, hasta pocos años antes de aquel 25 de diciembre de 1991, hace 20 años atrás.

Fragmentos seleccionados de sus líneas que intentan conservar el contexto de las ideas aparecen a continuación, con algunos subrayados míos. Espero no vulnerar derechos de nadie (emulando a los Libros de Google acceibles por secciones seleccionadas) sino por el contrario, invitar a que los lectores se animen a comprar este libro, una vez leídas las siguientes líneas.

Así escribía Márai:

“…Más adelante, dos décadas después (de 1945), cuando la gran crisis religiosa prendería hogueras en Occidente y no solamente en las portadas a todo color de las revistas sensacionalistas, se proclamaba “Dios ha muerto”, aparecería en contadas ocasiones, en medio de una procesión de sectarios, herejes y renegados, un fenómeno humano muy curioso y atrayente: el del sacerdote ateo.

El sacerdote que no cuelga los hábitos, que no abandona la congregación a la que ha jurado fidelidad, que no predica la negación de Dios. Sigue siendo sacerdote, cumple con sus obligaciones de forma correcta, escucha la confesión y celebra la misa, guarda el secreto de confesión y predica la palabra de Dios. Vive su vida así, conservando su condición de sacerdote –sin ninguna señal externa de conflicto- recibe la extremaunción y llega a la tumba con la bendición de su Iglesia. ¿Por qué? Porque una vez se comprometió con un juramento. Más adelante, cuando se enteró de que Dios, ante quien habían pronunciado su juramento, no existe, no pudo renegar de su palabra y continuó siendo sacerdote.

Se produce el mismo fenómeno dentro del sistema religioso inmanente de los comunistas.  Hay comunistas creyentes que un día se enteran de que la deidad a quien han jurado fidelidad no existe. La respuesta que dan a ese sorprendente descubrimiento varía según los casos.

Otros se convierten en «ex», rentabilizan su desengaño con un reaseguro existencial, se pasan al otro lado y se ponen a instruir, con empeño y diligencia, a los que nunca fueron comunistas, explicándoles las equivocaciones que ellos mismos cometieron en su época de tales.

Los «ex» nunca entienden al comunista ateo, al que no cree en nada pero permanece en su lugar, aun sabiendo que erró al hacer su juramento (…). Los comunistas ateos siguen siendo miembros del Partido, cumplen con su deber, no denuncian los métodos ni a las personas, al volverse ateos no desacreditan a nadie; como mucho se acusan a sí mismos porque no pueden perdonarse no haber tenido fuerza suficiente para crear al Dios que –ya lo saben- no existe.

Siempre ha habido personas que se creían destinadas a crear a Dios y luego –sorprendidas u horrorizadas – han comprendido que carecían de la fuerza necesaria para ello. De dan cuenta de que el comunismo no puede realizarse sino evocando y manteniendo una idea de Dios inmanente y falsa.

De la misma manera que las religiones, al identificarse con los sistemas de poder en su momento histórico, hicieron todo lo posible para limitar y cercenar los peligrosos estímulos de la libertad de expresión; también los sistemas económicos, políticos y de poder de esa época masificada –sea el comunismo o la sociedad de consumo posindustrial – son enemigos de la libertad de pensamiento y hacen todo lo posible –bien con la ayuda del Terror o mediante la civilización tecnificada, que consigue el mismo efecto – para mantener a las masas humanas en estado anímico infantil.

Siempre hubo fundadores de religiones que hicieron creer a los seres humanos que Dios los había creado a su imagen y semejanza y que no querían confesar que en realidad fueron los seres humanos quienes crearon a Dios a su imagen y semejanza. Hay sacerdotes ateos así. Y también  hay comunistas así. Puede que haya más de unos cuantos…Yo conocí a uno de ellos.

Los comunistas húngaros, debidamente instruidos, llegados en la parte trasera de los carros militares de los rusos – ninguno «ateo», todos eran fieles al Partido y habían sido cuidadosamente seleccionados- empezaron a hacer su trabajo de manera afable y cortés, aunque irónica. Esas personas habían aprendido en la Unión Soviética que la política bolchevique no se rige por pasiones de tipo ideológico sino por un colosal proyecto frío y calculado. Sujeto a movimientos tectónicos.

En alguna parte del Kremlin, entre sus innumerables departamentos, había un despacho húngaro, como también había un despacho búlgaro, rumano, yugoslavo, finlandés, alemán, y naturalmente, un despacho coreano, indochino, hindú y chino, y – en rincones más apartados – despacho italiano, francés, noruego y suramericano.

En ellos se sentaban unos funcionarios excelentemente formados, serenos, chinovniks soviéticos, que llegaban a su trabajo por la mañana, abrían algún cajón de su escritorio entre bostezos, sacaban los expedientes, cogían la pluma y ponían manos a la obra.

Un día, por ejemplo, los sumarios pendientes eran los de la «conspiración búlgara», y cuando el empleado los marcaba –con lápiz rojo o azul – los documentos empezaban a cobrar vida en el mundo y Petkov era ahorcado una semana o un año después.

Uno de esos sumarios correspondía al asunto de redistribución de tierras» en Hungría, o la nacionalización de la industria, la banca o el comercio: el funcionario del Kremlin preparaba el expediente, lo mandaba al registro donde le ponían el sello de salida y, llegado el momento, se enviaba a Budapest, donde otro funcionario lo recibía y lo entregaba a su vez- junto con órdenes muy precisas para su ejecución – a unos comunistas de «avanzadillas» cuyo idioma materno era el húngaro, que estaban encargados del caso y que –en el instante apropiado – comenzaban a ejecutar el plan.

Así pues, el ciudadano húngaro que aguardaba con serenidad y esperanza el final del «período de transición» (entre la desocupación alemana y la invasión rusa de 1945, se enteraba un día por el periódico de que por «decreto ministerial» ya no eran suyas las tierras que habían estado labrando sus antepasados, ni le pertenecía la empresa que habían fundado sus abuelos, ni era propietario del piso en que había estado viviendo, ni tenía derecho al puesto de trabajo obtenido gracias a su título, talento y aplicación, y de que ni siquiera era suya su opinión porque ya no era suya su alma.

Cuando se enteró de esto último –el funcionario del Kremlin habí sacado al final el expediente relativo a la nacionalización del alma – el ciudadano húngaro, toda la sociedad húngara, se escandalizó porque no es posible vivir en un régimen que anula la conciencia humana.

El funcionario del Kremilin asintió con la cabeza al escuchar la noticia –puesto que tal posibilidad figuraba en sus documentos como cualquier otra posibilidad que un ser humano pueda imaginar -, sacó el expediente oportuno de sus cajones secretos y anotó encima la palabra «Urgente». A continuación lo envió a Budapest y –según las previsiones exactas de las órdenes de ejecución – los funcionarios correspondientes «arreglaron» el asunto.

Las personas enviadas desde Moscú se comportaban –al principio afables, más adelante cínicas, siempre consecuentes – como misioneros que trabajaban en un lugar especialmente salvaje: habían sido enviados aquí para que obligaran a un pueblo pagano a abrazar la fe de la única religión válida, redentora y victoriosa: el comunismo.

Cuentan los historiadores que hace mil años más o menos, cuando se propagó la noticia de que los húngaros habían sido bautizados, enseguida llegaron a Hungría bandadas de misioneros llamados oficialmente y también de no llamados, incluso en mayor cantidad. Muchos procedían de la ciudad de Maguncia, donde en el siglo IX, un diácono llamado Benedictus Levita organizaba las tropas irregulares de la propaganda fide que pasaron de contrabando a las tierras de su misión no sólo las disposiciones religiosas del catecismo, sino también las laicas del Imperio Franco.

No traían nada más, puesto que la mayoría eran aventureros y vagabundos; entre los misioneros había algunos sacerdotes verdaderamente entregados a la fe y a su oficio, pero casi todos eran gentuza que veían en la empresa de las misiones una excelente oportunidad para la aventura, la mendicidad y el robo.

Mil años más tarde se repetía la misma empresa en su versión pagana, con la diferencia de que a los tardíos misioneros comunistas llegados desde Moscú nadie los había llamado a Hungría. Llegaban detrás del Ejército Ruso. Andrajosos, apoyados en su bastón de peregrino. Su único equipaje era un pequeño hatillo.

Para empezar ofrecieron la mano, «Ya hemos llegado­», decían con una amplia sonrisa, y saludaban en ruso. Venían hambrientos y vestidos con harapos, pero muy pronto vestían mejor, comían masticando ruidosamente y conducían sus flamantes automóviles con orgullo. Unos meses después de su llegada vivían ya con una ostentación que nunca se hubiesen atrevido a imaginar durante las décadas de miseria comunista.

Se instalaron en los pisos abandonados por sus antiguos propietarios burgueses y ocuparon los puestos clave. Algunos cumplían su misión intentando convencer a los obreros socialistas de que se unificaran con los comunistas, otros se ocupaban de los campesinos, engañándoles con la zanahoria de la reforma agraria. Estos misioneros – como los agentes ocasionales de mil años atrás habían hecho con las disposiciones del Collectio Capitularum totalmente ajenas a la realidad húngara de entonces –  introducían en la opinión pública las promesas de unas ilusiones cargadas de mentiras.

Sabían perfectamente lo que había significado en la realidad soviética la reforma agraria –puesto que habían sido testigos oculares de lo ocurrido cuando las tropas, por órdenes del Kremlin, reclamaron las tierras y asesinaron a los colonos alemanes que vivían a las orillas del Volga o a los kulaks, los campesinos ricos, en cualquier parte de su enorme imperio – y también conocían por experiencia propia, por haberla visto con sus propios ojos, la tragedia de la conversión forzosa de los campesinos.

Otros tantos trataban de convertir a los jóvenes universitarios: se presentaban el las cátedras sin haber sido llamados y comenzaban a explicar que la filosofía y la literatura, la estética, todo lo que el espíritu humano había creado en Occidente durante los últimos dos mil años, sólo se podía comprender a través de la ideología marxista.

Sabían lo que Víctor Chernov – uno de los colaboradores de Lenin durante la revolución – pondría más tarde por escrito: que «Lenin amaba al proletariado, pero con un amor tan despótico y tan despiadado como, siglos antes, Torquemada, el Gran Inquisidor, había amado a los cristianos a quienes mandaba a la hoguera para salvar sus almas»

Intentaban convertir también – y no sin resultados- a los escritores y periodistas. Aseguraban la reorientación de los trabajadores de los periódicos socialistas para convertirlos en trabajadores de periódicos de ideología comunista. Los viejos periodistas socialistas participaban, aplicados, en esos cursillos, escuchando las teorías que les explicaban cómo el marxismo había transformado el leninismo. No asistir a una clase estaba considerado falta grave y había que presentar un certificado médico para justificar el motivo.

Al principio tales ejercicios espirituales escandalizaban a los viejos periodistas socialistas, pero acabaron cediendo pronto porque comprendieron que la Doctrina tenía prevista su rebeldía y que ellos no podían hacer nada.

Ante la pregunta de que quiénes eran los conferenciantes, uno de los maduros estudiantes respondió con tristeza: «Son boher  estándar…» (de la misma manera que había zapatos estándar y comida estándar).

No debió pasar mucho tiempo para que la sociedad húngara se diera cuenta de que los misioneros recién llegados y falsos hasta la médula que iban pregonando la buena nueva por ahí eran, en realidad, la avanzadilla de los colonizadores: como ya había sucedido muchas veces en la historia de las colonizaciones, el poder –decidido a adueñarse por la fuerza y el engaño de determinado territorio – primero enviaba a unos misioneros que mostraban la cruz por doquier y prometían la gracia.

Y más tarde, sin la menor transición, detrás de esos misioneros aparecían los collonizadores armados que iniciaban sin piedad un saqueo ilimitado. En aquel momento y aquel lugar el poder colonizador del Este se valió de los mismos métodos.

La sociedad se dio cuenta efectivamente de que el Estado se había transformado en una fuerza enemiga contra la cual había que defenderse de cualquier manera.

Ese «Estado» -que los comunistas habían fabricado con aplicación y rapidez obstinadas –no era en realidad un verdadero Estado porque no cumplía con la función de aglutinar y cohesionar a la sociedad; todo parecía viscoso y gelatinoso, y nada estaba vertebrado, ni la esfera del poder de la autoridad ni la autoridad misma.

Carecían de auténtica validez las leyes y las disposiciones reglamentarias, puesto que la ley sólo puede ser válida cuando también significa protección y no solo agresión. Los ciudadanos veían que la ley ya no les brindaba protección alguna y se limitaba a dar órdenes arrebatándoles lo que era suyo. Así que todos  empezaron a vivir en un constante estado de alerta: trataban de defenderse del Estado como podían, porque estaba claro que en la sociedad el bandidaje se había institucionalizado.

La gente también veía que los libros considerados indeseables por el Régimen se requisaban y amontonaban en sótanos; lógicamente, se preveía que también encerrarían en sótanos a los autores que los habían escrito. Y que más adelante les tocaría el turno a los lectores que los leían, y así sucesivamente, por pura deducción.

Sin embargo, los misioneros fueron precavidos durante los dos primeros años porque sabían que la colonización concebida como misión y su fructuosa labor sólo eran posibles mientras el Ejército Rojo cuidara de ellos. De todas formas, imitaron a toda prisa todo lo que resultaba antipático del régimen anterior, que se había basado en la jerarquía social. …

Los misioneros de la Nueva Clase se tuteaban y se llamaban por sus apodos, incluso en público, con mucho entusiasmo. Unas cien mil personas – que veinte años más tarde los intelectuales checos señalarían, en un famoso memorándum, como los aliados de los comunistas –se apresuraron a hacerse amigos de los varios centenares llegados desde Moscú con la tarea, entre otras, de organizar un grupo de gente de confianza. A lo mejor la cifra no es del todo exacta, pero su número se situaba cerca. Siempre, incluso en sociedades con un mayor número de habitantes, ronda los cien mil el número de personas que no son en lo absoluto comunistas, pero se alían con ellos por dinero, privilegios, ganas de protagonismo, vanidad, codicia o afán de venganza.

Siempre y en todas partes delatan a todo y a todos en los que alguna vez creyeron, si a cambio se les permite servirse su ración de pastel.

¿Quiénes eran esos proselitistas?

Se podían distinguir tres tipos característicos

En primer lugar, el Progresista Creyente que tenía fe en la Idea. Ni siquiera el ejemplo de las décadas de historia soviética transcurridas podía convencerlo de que la Idea estaba obsoleta, que era inhumana y que en el mundo se habían puesto en práctica unos sistemas de producción, distribución y propiedad completamente nuevos que podían ayudar a las masas trabajadoras con mayor rapidez y justicia que la centenaria Idea.

Ellos tenía fe en la Idea con una testarudez y obstinación miope de quienes han leído un (solo) libro. No les valían discusiones ni argumentos, se daban la vuelta cuando alguien les mostraba la realidad: la prueba de que la ideología comunista –que respondía al fenómeno del capitalismo monopolista del siglo XIX – era algo completamente desfasado, superado y carente de sentido en ese momento de masificación y revolución tecnológica.

No querían saber nada de lo que se había realizado a una velocidad vertiginosa durante el siglo XX, porque necesitaban seguir creyendo en el Texto Sagrado  de los envejecidos pergaminos venerados del siglo XIX, en la Idea Única. Esos pobres de espíritu que creían firmemente que el Reino de los Cielos les pertenecía no eran muchos, pero siempre habrá idiotas en todas partes, y si se alían con el poder pueden resultar incluso peligrosos.

En segundo lugar estaban los compañeros de viaje cínicos y agresivos que no eran en absoluto idiotas cuando confesaban: «Ya sé yo en qué consiste esta bellaquería, ya sé que arrebatarle a la gente el derecho a la propiedad privada y la libre empresa, además de libertades políticas y espirituales, no redunda en beneficio de la masa trabajadora, sino que se trata simplemente de un pretexto para llevar a cabo sus diabólicas empresas y permitir que una minoría cínica y violenta viva bien sin tener la condición ni el talento para merecerlo. Quizá todo acabe mal porque la empresa es inhumana, pero a mí me a va venir bien. Así que venga…adelante, yo me voy con ellos»

Estos eran más numerosos que los idiotas, aunque tampoco constituían la mayoría.

La mayoría de los cien mil aliados de los comunistas estaba constituida, -no solamente en los países que los comunistas habían conquistado con las armas o mediante prácticas violentas, sino también en otros  lugares por todo Occidente llamado libre – por ese tipo de intelectual neurótico que teme más que nada al peligro de quedarse a solas con su neurosis en medio de la tormenta de un gran cambio,

Se trata del neurótico que se refugia en el Partido porque no puede, no sabe o no se atreve a quedarse solo., ya que tiene que pertenecer a algún lugar, y sólo se tranquiliza cuando puede protegerse con el trozo de una capa mágica o ponerse el uniforme de la ideología social del momento.

Se parece al psicópata que se calma de inmediato al vestir la bata blanca del enfermero, el uniforme de soldado o el hábito del monje, al psicópata que se tranquiliza desde el mismo instante en que le protege un atuendo militar o clerical, ya que así no tiene que enfrentarse solo a la aterradora posibilidad de su individualidad.

Así era el intelectual neurótico que gimiendo se apresuraba a unirse a los demás, porque pertenecer a algo suponía para él la única posibilidad de tranquilidad…Neuróticos así constituían la inmensa mayor`´ia de esa tropa de cien mil colaboradores.

Los comunistas antiguos, ortodoxos y bien formados eran conscientes de ello, de modo que reclutaban y alentaban con afabilidad a los acólitos llamándoles de tú. Más adelante, en medio de las batallas que surgieron entre las distintas facciones, se cortó el cuello a más de uno, porque los regímenes violentos no confían en nadie y con nadie son tan intransigentes y crueles como con sus propios compañeros de viaje, que en este caso no habían hecho la reserva a su debido tiempo y sólo se incorporaban con posterioridad buscando obtener dinero y reputación.

La unificación que los comunistas exigían – es decir la primera etapa en la aniquilación de los intelectuales y dirigentes socialdemócratas del pasado –fue una trampa, consecuencia de ese odio despiadado. La clase obrera vio con estupor cómo el atemorizado o especialmente ávido de protagonismo grupo de los socialdemócratas consintió la castración de los sindicatos, únicos órganos capaces de defender a los obreros.

La Nueva Clase unificada empezaba a mostrarse en sociedad: sus miembros organizaban bailes, iban a la ópera y se sentaban en los palcos sobre el escenario para que todo el mundo pudiera verlos. El Casino Nacional, un baluarte de la antigua aristocracia húngara que despertaba malos recuerdos, había sido completamente destruido por las bombas, pero pronto se abrió el nuevo Círculo Social, cuyos socios eran los doscientos más selectos de entre los cien mil, representantes de la elite comunista y de los socialistas unificados, además de los escritores, periodistas y artistas que no se atrevieron a rechazar la invitación o que se agolpaban en la puerta para que los dejaran entrar en las nuevas salas, repletas de lo mejor y equipadas con todas las comodidades.

Muy pronto, al cabo de unos meses, un nuevo y monstruoso fenómeno ocupó el lugar de la antigua caricatura social basada en la jerarquía: en sustitución del Casino Nacional apareció el Círculo Social del Partido Único, y en lugar de los condes holgazanes y los vahos truhanes plutócratas aparecieron los arribistas perezosos, los secretarios de Estado de bolsillo y los potentados minúsculos.

Ady ridiculizó a los privilegiados de la antigua Hungría llamándolos «hombrecitos del minuto», pero estos nuevos personajes importantes se apresuraban a salir a escena para llenarse los bolsillos y la panza porque ya sólo eran hombrecitos del segundo y creían conveniente medir con cronómetro el intervalo que aún podían aprovechar.

Sabían que en cualquier instante podía llegar para ellos la Cuaresma del carnaval rojo: no temían a sus adversarios del pasado destruido, sino a sus nuevos patronos, los comunistas. El compañero de viaje que mantiene sus convicciones pero se alía con una mafia es siempre el primero al que los mafiosos quitan de en medio cuando ya no lo necesitan. Y las peleas de la mafia son, muchas veces, más sangrientas y crueles que cualquier batalla.

Una mañana yo estaba conversando con un compañero de viaje de los comunistas cuando –era la primavera de 1948 – la radio roja de Budapest empezó a vociferar contra «los perros rabiosos adiestrados por Tito». Había venido a verme en mi casa y se puso pálido. «Es la mayor desgracia que le podía ocurrir al socialismo», balbuceó. La gran secesión, el gran cisma del mundo comunista se hacía público en aquellos momentos.

Stalin había dado la orden de desatar una guerra despiadada para acabar con Tito y con cualquier dirigente que pretendiera liberarse e independizarse de la supremacía absoluta de Moscú, de su autocracia…

Mi visitante se había comportado de manera ejemplar durante la época nazi, cuando –debido a su origen y convicciones – compartió el destino de los perseguidos: había salvado con gran valentía a víctimas inocentes, y ahora, en los tiempos que corrían, seguía ayudando con valor y humanidad a todos os necesitados en la zona de peligro del terror rojo. Era socialdemócrata y le habían encargado la dirección de un periódico socialista.

Cuando los comunistas lanzaron la idea de la unificación, no tuvo más remedio que salir a escena, con nauseas y los dientes apretados, a «abogar por la unificación». Sabía perfectamente que esa empresa era una variante del suicidio moral, pero no pudo defenderse de ello. Empezó a tartamudear. «Es una tragedia» repetía.

Lo acompañé a la calle. En la esquina había un estropeado cartel con la imagen de Tito, el general de los Balcanes, en su unifirme de gala con el pecho hinchado y lleno de condecoraciones; unas semanas antes había estado en Budapest donde fue recibido con grandes honores. Los dos nos paramos a mirarlo.

Le pregunté a mi acompañante qué opinaba sobre lso comunistas llegados de Moscú, si había entre ellos algún caballero. Como era un hombre inteligente, supo de inmediato a qué me refería. El verdadero caballero es un fenómeno muy raro en cualquier sociedad; no se trata de ningún socio del casino con monóculo y escudo familiar que habla de manera afectada y actúa como si fuera dueño del mundo, sino de un hombre que – independientemente de su estatus social- sabe que el lema del escudo del Príncipe de Gales es  «Ich dien» (Yo sirvo, Soy un servidor). Y también ha oído que una de las reglas de los samuráis es: «Debes mantener tu palabra incluso si se la has dado a un perro» (ese verdadero caballero es un ejemplar muy raro pero en Hungría había unos cuantos).

Mi acompañante reflexionó. Al cabo de unos momentos me respondió muy serio:

– ¿Caballeros? ¿Entre éstos? No hay ni uno solo.

Lo dijo con tanta decisión como Mencken, el ensayista norteamericano, cuando constató con amargura en uno de sus escritos de los años treinta: «No es posible colaborar con los comunistas porque no hay entre ellos ni un solo gentleman ». Le pregunté por qué estaba colaborando entonces con ellos.

– Porque soy un político – me contestó – y porque es imposible hacer política con verdaderos caballeros.

Se fue muy pálido y regrgesó a la redacción del periódico socialista para seguir abogando por la unificación. Poco tiempo después, durante el proceso de Rajk, fue detenido y condenado por un tribunal comunista a siete años de prisión.”

Fin del capítulo 19 de Tierra, Tierra!, de Sándor Márai.

Los mismos perfiles de aquellos invasores que instauraron el comunismo en Hungría y los demás países del Este al final de la II guerra mundial siguen vigentes, pese a que ya no haya un centro moscovita que coordine las operaciones, pero sí aún una Habana, una Caracas, una Managua y otras capitales que intentan hacer ese papel. Lástima que no hayan aprendido estas lecciones y se presten a fracasar de nuevo arrastrando sus países con ellos.

 

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